JOAQUÍN ESTEFANÍA - El País
Como en un bucle fatal, el recorrido de la democracia está representado en un pequeño país como Grecia. Allí tuvo su origen la democracia y en ese mismo lugar descubrimos ahora el sueño sobre el que se montaba ese sistema político: que éramos dueños de nuestro propio destino. Lo cuenta, pesimista, Fernando Vallespín en su último libro (La mentira os hará libres, Galaxia Gutenberg): los políticos ya no representan a los ciudadanos y se limitan a administrar los imperativos, casi siempre técnicos, de un sistema económico sobre el que han perdido la capacidad de iniciativa.
Además de la descomposición social motivada por unas dosis inhumanas de austeridad, Grecia —como otros países europeos— tiene que hacer frente también a los problemas de liquidez y solvencia de sus bancos, que es como decir de los ahorros de los ciudadanos. Muchas veces en la historia ha habido rescates financieros, pero nunca tan amplios como el que se está produciendo ahora en Europa. La Dirección General de la Competencia de la Comisión Europea, dependiente del vicepresidente de la misma, el español Joaquín Almunia, es el organismo que ha de autorizar las ayudas de Estado a los bancos y acaba de actualizar sus cifras: desde octubre de 2008, cuando comienza la Gran Recesión tras la quiebra de Lehman Brothers, hasta finales del año 2011 (no se incluye lo acontecido el ejercicio en curso), el total de ayudas autorizadas a la banca asciende a más del 12% del PIB europeo, dividido en dos grandes partidas: recapitalizaciones y compra de activos tóxicos (320.000 millones de euros y 1,1 billones respectivamente), aproximadamente un 3% del PIB europeo; y garantías, avales y liquidez por valor del 9% restante.
Coincidiendo con estos datos, la Comisión Nacional de la Competencia (CNC) de España ha hecho públicas las ayudas públicas a la banca durante el año 2010, que representan más del 94% del total. Estas ayudas equivalen el 8,2% del PIB español. Alguien, que sería inmediatamente acusado de ligereza, podría decir que en España no habría un problema de déficit público si no hubiese habido tantas muletas a la banca. La CNC aporta estos datos en su informe anual y también la teórica correspondiente: “La concesión de ayudas públicas constituye una forma de intervención de las Administraciones y el sector público en la economía que, sin perjuicio de la persecución de ciertos objetivos de interés público, puede alterar el funcionamiento de los mercados, introduciendo distorsiones e ineficiencias y perjudicar la libre competencia”. Así que no solo tiene problemas la democracia sino también la economía de mercado.
Entre esas distorsiones e ineficiencias pueden estar las inyecciones de liquidez del Banco Central Europeo (BCE) a la banca. Cuenta Stiglitz (El precio de la desigualdad, Taurus) la siguiente fábula: si un banco puede pedir dinero prestado al BCE a un tipo de interés próximo a cero y compra bonos a largo plazo de los Estados, por ejemplo, al 3%, eso supone un beneficio del 3% por no hacer nada. Si al sistema bancario se le presta un billón de euros, es un suponer, ello supone un regalo de 30.000 millones de euros (superior por ejemplo, al monto de los recortes que tendrá que hacer España el año que viene para ajustar su porcentaje de déficit a las exigencias de la UE). Además, hasta hace poco los bancos también podían depositar el dinero prestado por el BCE en el propio BCE y recibir intereses por esos depósitos, lo que significa otra transferencia (semioculta) de los contribuyentes a los bancos.
Estas prácticas desincentivan los préstamos a particulares, más arriesgados. El BCE no ha impuesto condiciones a los bancos que recibieron esos fondos: ni condiciones para mantener el flujo de créditos a las familias y empresas (más allá de las declaraciones retóricas) ni condiciones para no utilizar el dinero con el objeto de pagar las bonificaciones astronómicas y fuera de mercado de sus directivos.
Se precisa una explicación pública en los Parlamentos del balance de todas estas muletas públicas, para que no sea cierta la conclusión de Vallespín en el libro citado: en la política ha dejado de funcionar la distinción entre lo verdadero y lo falso, esfumándose la posibilidad de establecer un mínimo control racional del discurso político mediante una argumentación pública.
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