El verano de 2007 fue cosa común y corriente. Tony Blair había dejado de ser primer ministro a finales de junio y su sucesor, Gordon Brown, disfrutaba de un período de luna de miel. Era un año sin Mundial de fútbol ni Olimpiadas.
Luego, el 9 de agosto, llegaron informes de que los bancos centrales se habían mostrado activos en los mercados. The Guardian afirmó que su actuación implicaba bombear miles de millones de libras en el sistema financiero para calmar los nervios en medio de los temores de una contracción del crédito. Lo que desencadenó el pánico fue la decisión del BNP Paribas de bloquear la retirada de tres hedge funds, debido a lo que denominó una completa evaporación de la liquidez. Un portavoz del banco describió la medida como una cuestión técnica temporal.
¿Técnica?, ¿temporal? En un lapso de seis semanas quedó claro que no se trataba de un problema pasajero cuando durante tres días los inversores empezaron a hacer cola en el exterior de las entidades del banco Northern Rock, la primera situación de pánico de un banco británico destacado desde mediados del siglo XIX. Cinco años después, la economía global tiene todavía que recuperarse del profundo trauma causado por la arrogancia de los banqueros.
En aquel entonces, no obstante, eran pocos los que se imaginaban que el 9 de agosto de 2007 acabaría por ser un mojón en la historia financiera. El Guardian publicó la noticia en la página 29 porque no parecía haber razones para creer que esta vez fuera diferente de anteriores ataques de nervios en los mercados. Hicieron falta unos cuantos días para caer en la cuenta de a qué se habían dedicado los banqueros, porque los "amos del universo" contaban con su propio lenguaje esotérico. Hablar sobre valores respaldados por hipotecas, seguros por impagos (“credit default swaps”, CDS) y derivados en mercados no regulados era el equivalente de aquellos monjes del siglo XII que escribían biblias en latín medieval para unos campesinos que sólo hablaban inglés.
Despojado de su jerga, resulta bastante fácil ver qué es lo que sucedió. Los bancos hacían enormes apuestas con un capital valiosamente escaso en reserva de ir mal las apuestas. Los ciudadanos pedían préstamos a una escala que sólo resultaba sostenible si el valor de sus carteras de acciones y de sus viviendas seguían subiendo un año tras otro. Los gobiernos asumieron que la recaudación fiscal en auge sería permanente y aumentaban el gasto público.
En agosto de 2007, empezó a escaparse el aire de esta gigantesca burbuja. Sucedió en tres fases. El sector financiero fue el primero en sentir sus repercusiones, dado que si bien resultaba evidente que casi todos los bancos habían estado metidos hasta las cejas en inversiones ligadas al mercado inmobiliario, nadie sabía cuánto dinero llegaría a perder cada entidad. El sistema financiero se detiene chirriando si los bancos se niegan a prestarse unos a otros, como sucedió en agosto de 2007.
La segunda fase de la crisis tardó más de un año en desarrollarse. Durante ese período, se produjeron una serie de cambios: se intensificó la crisis financiera, cayeron los precios de la vivienda y de las acciones, y las presiones inflacionarias aumentaron tras un alza brusca del coste de la gasolina. Cuando Lehman Brothers se declaró en bancarrota en septiembre de 2008, la economía global estaba lista para reventar y los seis meses siguientes fueron testigos del mayor desplome desde la Gran Depresión.
Los gobiernos detuvieron ese resbalón hacia un derrumbe del género del de los años 30 por medio de una acción coordinada, pero hicieron descarrilar sus finanzas a consecuencia de ese proceso. Rescatar a los bancos resulta caro, especialmente si se tiene en cuenta que unos niveles productivos muy inferiores redujeron los ingresos fiscales. Los consumidores notaron que tenían una deuda excesiva. Hacia mediados de 2009, la mayoría de los gobiernos ya advertían que tenían una deuda excesiva. No era agradable como lugar en el que estar. Los bancos centrales intentaron ayudar facilitando crédito barato y abundante. Recortaron las tasas de interés e hicieron uso de métodos poco convencionales – como comprar bonos a cambio de efectivo – para impulsar la oferta de dinero. Se tenía la esperanza de que así se estimularía la recuperación del sector privado y se proporcionaría un espacio en el que respirar, dentro del cual los gobiernos podrían arreglar sus finanzas.
El intento de resolver una crisis causada por el crédito con más crédito aún se ha demostrado, como resultaba previsible, un fracaso. Ha sido algo un tanto semejante al motorista que bombea desesperadamente aire a un neumático que lo pierde por un pinchazo: funciona durante algún tiempo, pero al final la rueda vuelve a desinflarse.
A algunos países les ha ido mejor que a otros. Australia fue uno de los pocos países que escapó de la recesión, puesto que gozaba de un sistema bancario bien regulado y suministra materias primas a China.
Por contra, Gran Bretaña, se vio más expuesta que la mayoría. Una regulación laxa creó una cultura del "todo vale" en la City; la retirada de la renta variable de los precios inmobiliarios en ascenso sostuvo el gasto de los consumidores; las presiones inflacionarias eran más fuertes que en ningún lado. El nivel de actividad de la economía está cerca de un 15% por debajo de donde debería haber estado si el crecimiento hubiese continuado sólo por encima de un 2% anual desde que la producción tocó techo a principios de 2008.
Para la economía global las cosas pueden ponerse peor antes de que mejoren. El verano de 2012 ha visto señales de una ralentización general, y las repercusiones de los problemas de la deuda soberana en Europa se han hecho sentir en América del Norte y Asia. La eurozona se encamina a una doble recesión y los EE.UU. están creciendo bastante más lentamente de lo que ha sido la norma tras anteriores caídas, mientras la economía de China está sintiendo las repercusiones de la mayor rigidez de una política necesaria para aplacar los efectos inflacionarios del estímulo inyectado en 2008-09.
No se pueden comparar de veras los últimos cinco años con el lustro posterior al crac de Wall Street de octubre de 1929. En los años 30, una cuarta parte de la mano de obra norteamericana se encontraba sin trabajo y la producción industrial decayó en un 50%. Mejor paralelo histórico es el que puede establecerse con la Gran Depresión del siglo XIX, la ralentización del crecimiento y presión deflacionaria registradas entre 1873 y 1896.
La razón por la que la crisis ha sido tan larga se reduce a tres mitos. El mito anglosajón consiste en que las grandes finanzas constituyen una fuerza para el bien, en lugar de entender que viven de las rentas y son corruptas. El mito alemán es que puedes resolver un problema de deficiencia de la demanda apretándose el cinturón y aumentando las exportaciones. La política correcta entraña poner coto rigurosamente a los bancos, cooperación internacional para que los países acreedores aumenten la demanda interna a fin de ayudar a los países deudores, y un ritmo mesurado de reducción del déficit gobernado por el ritmo de crecimiento en lugar de serlo mediante objetivos arbitrarios.
Las posibilidades de que esto suceda son escasas. Pues existe un tercer mito: que no era gran cosa lo que andaba mal en la economía global en 2007. Pero el viejo modelo estaba financieramente viciado, al operar con elevados niveles de deuda, socialmente viciado al quedarse una pequeña élite con el botín del crecimiento, y medioambientalmente viciado, pues todo lo que importaba eran unos niveles cada vez mayores de crecimiento. Es posible superarlo, pero solo cuando se reconozca que el genio no volverá meterse en la botella.
Larry Elliott dirige la sección de economía del diario británico The Guardian y es coautor, junto a Dan Atkinson, de The Gods That Failed: How the Financial Elite Have Gambled Away Our Futures (Vintage) [Divinidades fallidas: Cómo la élite financiera se ha jugado nuestro futuro].
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